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Raphael, durante su concierto en el Wizink Center de Madrid

Arde Raphael

El artista transforma un abarrotado WiZink Center en una pista de baile gracias a un repertorio reactualizado con tintes discotequeros

A veces, Raphael resulta incómodo. Ya no le hacen falta las comillas de sus canciones para hablar sin tapujos, para llorar sin pudor y para emocionarse ante lo evidente. Esa pura verdad que transmite, incluso, agacha algunas cabezas por vergüencilla. Su voz es el museo de su vida y, por qué no, el de una buena parte de España. Pues la historia contenida en sus siete letras ha dejado bastantes pechos en carne viva. Aquí no hay parapetos, sino heridas de amor, de guerra, y de tiempo que él ha sabido entender con una belleza y profundidad pocas veces contempladas. Esa garganta voraginosa con ph neutro ha dejado huella en ellas a golpe de himnos atemporales que, pase lo que pase, siguen doliendo y sanando tan bien como hace 60 años. Anoche, durante su concierto en el WiZink Center de Madrid, volvió a insistir en su cometido. Aunque, eso sí, reconvertido, reinventado, reprogramado.

Tras fusionar sus canciones con la grandilocuencia de una orquesta filarmónica en Sinphónico y acercarse al sonido indie en Infinitos bailes, ahora ha dado una vuelta más de tuerca a su música mezclando lo clásico con lo electrónico, dotando a sus grandes éxitos de más épica e intensidad. Su RESinphónico (Universal Music, 2018) está impregnado de un barniz discotequero que supone un nuevo estímulo en su proceso evolutivo. Y sí, por supuesto, bailó enfundado en un traje negro, tras interpretar Igual, Aunque a veces duela y Digan lo que digan.

Las tres con el particular toque canalla de Lucas Vidal, productor de este último trabajo. Gracias a él, el artista jienense reviste su cancionero de la grandiosidad propia de las bandas sonoras. Al que acompañó, ayer, con un timbre vocal imperturbable y una presencia escénica intensa. Ese poderoso fuelle hizo acto de presencia en hasta una veintena de ocasiones. Las mismas que tuvieron las 10.000 personas que abarrotaron el recinto para hacer suyos cada levantamiento de ceja y cada bandazo al aire.

Raphael arde en cualquier escenario. De hecho, es único al hacerlo. Sus paseos emocionales refuerzan sus seseos, sus hipertensiones, sus confesiones. Le desnudan y, además, insinúan su profundo amor al arte. Él canta por necesidad y por convicción. Sin ninguna pretensión. Tanto es así que jamás ha necesitado componer para ser un referente singular. Pero, eso sí, siendo muy consciente de sus 76 años. Aunque, oye, qué bonito es que a uno le vayan escribiendo su biografía estando todavía en la carretera, no porque le vayan a enterrar antes de tiempo, sino porque supone un regocijo en vida que pocos llegan a disfrutar. La vejez no es tan mala, si se admira desde la voz de El ruiseñor de Linares.

En la capital, por ejemplo, transmitió esa sensación evocando su juventud en Te espero, poniéndose quijotesco en Ahora, acompañando la apoteósica Mi gran noche con resultones ademanes, replicando cordura en Volveré a nacer, dirigiéndose al destino en Provocación y retratando la pasión en Estar enamorado.

El paso de los años ha propiciado que sus palabras y su pose denoten esa peculiar provocación que se ha ido forjando como una de sus señas de identidad. Y que, además, le ha permitido mantenerse perenne en una liga intergeneracional, donde lidera algunos de los mayores éxitos pop hasta la fecha. Incluso aquellos que versiona con tanto mimo: Volver, de Carlos Gardel; y La quiero a morir, de Francis Cabrel. Tres elegantes detalles que demuestran que su imperecedero talento siempre se encuentra en estado gracia. Quizá como las ganas de sus seguidores por seguir disfrutándolo. Así que ya sea por sus muecas, por su apellido inexistente o por su cóctel de nostalgia, casi siempre resulta harto complicado sortear la furia salvaje y la potencia irracional que Raphael continúa derrochando sobre las tablas y que las arrugas no han conseguido arrebatarle.